El poetizar edifica (erbaut) la esencia del habitar. Poetizar y habitar no se excluyen en modo alguno. Poetizar y habitar se pertenecen más bien mutuamente exigiéndose alternativamente uno a otro.
…Poéticamente habita el hombre…, Martin Heidegger
La Cerámica tendría la capacidad de hablar el lenguaje de la casa, pues es el lugar donde se despliega y establece; junto a otros objetos conforman los elementos con los cuales los seres humanos han construido su morada desde sus primeros asentamientos. El lenguaje cerámico, antropológica y etológicamente, es la expresión y conjugación material de una necesidad de refugio e intimidad. El nido humano estaría (no exclusivamente por supuesto) construido con los objetos cerámicos que ha llevado a su interior. En la casa, en la interioridad de sus espacios: cajones, cofres, armarios, rincones, escondites, repisas, estantes u otros; bajo la idea del espacio poético que propone Bachelard (en tanto que fenomenológicamente la casa es el primer mundo del ser humano,1 el lugar donde los valores de intimidad constituyen la función habitante innata de los seres), no es extraño encontrar un objeto, una materialidad cerámica.
De este modo, si el lenguaje cerámico es intrínseco a la construcción de un hogar, es ante todo porque lo concibe para habitarlo cotidianamente: las tazas, los platos, lo que se lleva a la mesa, los adornos de porcelana que se vuelven anticuados sobre los muebles, los objetos cerámicos tras las vitrinas escenificando los recuerdos, las piezas decorativas que se vuelven familiares a las repisas, continentes y significantes de la vida diaria, “están ahí, en su sitio para que el sujeto pueda reencontrarse con lo más íntimo y propio de sí”,2 pues señalan que, si desaparecen, algo significativo de ese alguien que los vigilaba también ha
desaparecido. Entonces, para dar comprensión de esa experiencia en el interior de su morada y del interior de sí, el hablante de lo cerámico, en su procedimiento lingüístico, opera desde una cotidianidad frágil e intrascendente con la que a diario se construye el espacio conformado por su propia presencia.
En la novela En busca del tiempo perdido, Marcel Proust relata poéticamente una escena de su cotidianidad:
Hacía ya muchos años que no existía para mí de Combray más que el escenario y el drama del momento de acostarme, cuando un día de invierno, al volver a casa, mi madre, viendo que yo tenía frío, me propuso que tomara, en contra de mi costumbre, una taza de té. Primero dije que no; pero luego, sin saber por qué, volví de mi acuerdo. Mandó mi madre por uno de esos bollos, cortos y abultados, que llaman magdalenas, que parece que tienen por molde una valva de concha de peregrino. Y muy pronto, abrumado por el triste día que había pasado y por la perspectiva de otro tan melancólico por venir, me llevé a los labios una cucharada de té en el que había echado un trozo de magdalena. Pero en el mismo instante en que aquel trago, con las migas del bollo, tocó mi paladar, me estremecí, fija mi atención en algo extraordinario que ocurría en mi interior. Un placer delicioso me invadió, me aisló, sin noción de lo que lo causaba. Y él me convirtió las vicisitudes de la vida en indiferentes, sus desastres en inofensivos y su brevedad en ilusoria, todo del mismo modo que opera el amor, llenándose de una esencia preciosa; pero, mejor dicho, esa esencia no es que estuviera en mí, es que era yo mismo.”
La alusión a la taza de té de la novela de Proust, estimula los recuerdos con las tazas que han conformado mi propia dimensión de intimidad, cuya densidad memoriosa, muchas veces la constituyeron hechos donde el objeto cerámico fue un elemento fundamental de las ceremonias cotidianas en mi casa de adobe natal. En aquella casa, todos los integrantes teníamos nuestra propia taza, por lo que el objeto adquiría una profunda identificación con quién la usaba. Bajo esa singular determinación, los hábitos de sentarnos todos a la mesa al mismo tiempo, al hacer de la comida compartida (tomar desayuno o tomar onces, servirnos la taza de té o café antes de acostarnos) una práctica colectiva con identidades específicas, establecía que la experiencia con dicho objeto cerámico estuviese dada por una significación llena de adherencias.
Ahora bien, la familiaridad en su condición doméstica, de inquietante interioridad como plantea Sergio Rojas4, se puede comprender sólo como reclusión enigmática, si al hogar, unívocamente, se le atribuye el carácter de mundanidad atrofiada, frente a las inacabables posibilidades de liberación (de una intimidad reductiva del yo) que propone la idea del cosmos, como se puede desprender del libro Cosmos y hogar: Un punto de vista cosmopolita, de Yu–Fu Tuan (2005). Aquí hay un contrapunto interesante a discutir, y es si lo cerámico desde que abandona paulatinamente su concepción cosmológica y se contrae en su despliegue mercantil de cosa utilitaria y decorativa, confinándose a lo doméstico, al reducir su ámbito social, ¿también limita su alcance lingüístico? La respuesta objetiva sería que no es sólo lo cerámico quién condensaría su lenguaje a una especie de sistema sintáctico de rápida decodificación, sino que todo el ámbito expresivo del arte ha padecido un agotamiento producto de la acumulación y sobrexplotación de los recursos de representación según Sergio Rojas (Rojas, 2012), y ha degenerado en una atomización de una intimidad disociada de otras intimidades, desarrollada en una abstracción de vaciamiento, desilusión e indiferencia, si me dispusiera a hablar en términos baudrillardianos (Baudrillard, 1998).
Entonces, la relación de la casa y el lenguaje, estaría tensionada por los modos en que el individuo, bajo una perspectiva singularizada de la subjetividad íntimamente construida, elabora formas lingüísticas para expresar la irrepresentatividad de su propio ensimismamiento. La antropóloga Paula Sibilia analiza certeramente el afán exhibicionista de la intimidad de los individuos bajo el dominio de un espacio social espectacularizado por los modos de relación de las redes de comunicación globalizadas. Una de sus tesis principales se basa en que los sujetos se constituyen narrativamente en primera persona, y que el antiguo eje de una intimidad interiorizada –privada y secreta–, se ha desplazado hacia la construcción de una subjetividad bajo el imperativo de «hacerse visible», sobreexponiendo compulsivamente sus modalidades introspectivas, por lo que el individuo contemporáneo haría del lenguaje un eco de sí mismo.
El paradigma está en que todo lenguaje es una relación con un otro, por lo que el asunto del uso del lenguaje cerámico, estará intervenido por el conflicto suscitado por las relaciones establecidas con los otros individuos (su otredad) por medio de sus manifestaciones estéticas, en tanto, como bien sostiene Sibilia:
El lenguaje no sólo ayuda a organizar el tumultuoso fluir de la propia experiencia y a dar sentido al mundo, sino que también estabiliza el espacio y ordena el tiempo, en diálogo constante con la multitud de otras voces que también nos modelan, colorean y rellenan.5
Tzvetan Todorov, en ese mismo sentido, reafirma esa reciprocidad de mutua autoconstrucción de los individuos, dada desde la época del Realismo hasta los tiempos actuales. Todorov, en el capítulo Stendhal: amor y egotismo, de su libro de ensayos Vivir solos juntos, escribe:
Conocerse a través de los otros, o como si fuéramos otro, es el modo de proceder de la paradoja stendhaliana.6
Esta referencia a Todorov nos señala que la condición del sujeto es dialógica, y que este diálogo comienza desde el exilio de sí, ya que “es la lógica del lenguaje: el que habla no puede decirse a sí mismo. Lo único que puede conseguir que aparezca un simulacro, al que puede llamarse «yo», pero que siempre habrá sido enunciado por otro, al que no se nombra.”7 De este modo, referir lo cerámico en tanto lenguaje, implica tramar un sentido colectivo de una subjetividad ensimismada, la cual, preferentemente, se localiza en los espacios que el individuo habita para sí. Vale decir, desplegado en la cotidianidad, el lenguaje de la casa consiste en espesar y vaciar al mismo tiempo ese constante devenir que sólo es posible de advertir en los signos y los símbolos depositados en los objetos y en los acontecimientos que el individuo considera propios.
Ahora bien, ¿Cuál es el aspecto expresivo de lo cerámico para designarlo o identificarlo a un lenguaje poético? ¿Es un lenguaje que trasunta la intimidad de los individuos, que habla de un mundo de cosas interiorizadas, con las cuales éstos elaboran su mundanidad rutinaria, apelando a una intersubjetiva relación con los otros, ya que las experiencias cerámicas son similares en cualquier persona? Lo cerámico enuncia el hogar, lo presentifica en sus objetos, y en el momento de la desaparición de la casa, impulsa la añoranza que la reconstruye poéticamente.
Pero, ¿Qué se designa por poético? Lo poético es una cualidad expresiva que no está suscrita a ningún modo de manifestación, sino más bien es una modulación que configura singularmente el acto expresado, bajo la premisa de una profunda agitación del interior de un individuo. Por lo que mi referencia al lenguaje de la casa de manera poética, es a partir de la vinculación de la ritualidad, sublimación, condición de fragilidad y desarraigo, con las cuales mi propia subjetividad vincula intensamente el fenómeno cotidiano del habitar y las asociaciones que se establecen allí con lo cerámico. Con la cautela de que lo poético asociado a las manifestaciones de la emoción, de lo sensible, problematiza su condición precisamente en la sospecha de la afectación de lo sensible, en aquellas muestras de una interioridad impostada, que vinculan al arte y a la poesía con la mera comprobación de un sentir. Vale decir, lo poético no es la engañosa idea de un sentimiento insondable en estado puro, sino la elaboración de un lenguaje como expresión de lo indecible.
Por otro lado, si lo poético, antes que todo, tiene como fin la (auto) expresión y la (auto) comprensión, para lo cual elabora un propio lenguaje a partir de y en correlación con otros lenguajes, podría engranar las nociones de lenguaje que plantean Gaston Bachelard, Claude Lévi–Strauss y John Dewey, basadas en imágenes poéticas, comportamiento y expresión, respectivamente. Para Gaston Bachelard, lo poético es un lenguaje imaginativo, de ensoñación y añoranzas: un lenguaje compuesto de imágenes ontológicas. Por otro lado, la visión antropológica de Claude Lévi–Strauss sostiene que “todo comportamiento es un lenguaje, un vocabulario y una gramática del orden” a partir de la existencia de patrones (estructuras) comunes a toda la vida humana. Por último, Dewey precisa que el lenguaje se concreta por la expresión del yo como experiencia estética, aclarando que “no hay expresión sin excitación, sin perturbación”.8 Así, poética, lenguaje, elaboración, orden, expresión, experiencia,subjetividad, etc., en sus modos de relación, articularían una obra de arte y solicitarían al artista una capacidad imaginativa, constructiva y activa.
En conclusión, el lenguaje cerámico, ontológicamente, podría soportar el reconocimiento de una subjetividad que busca prevalecer sus objetos requiriendo una relación de adhesión a éstos, pues se instalan y disponen en el lugar donde las personas elaboran su individuación más íntima (la casa), la cual se experimenta en intentos de sobrepasar precisamente aquel individualismo para dar sentido de sí, al involucrar a los otros en la tarea de la trascendencia y comprensión de esa individuación. Así, de manera constructiva y reflexiva, el lugar de pensamiento de la Cerámica se vuelve el espacio empírico del íntimo habitar del individuo.