No es lo mismo estar solo
que estar solo en una habitación
de la que acabas de salir como el tiempo…
Enrique Lihn
No he ido a esa casa en semanas. Cuando regrese, a través del jardín, caminaré el pasadizo de cemento hasta la entrada. Colocaré la llave y la giraré con cuidado. Reconoceré de inmediato el olor ácido del encierro, observaré cómo la luz ocupa la habitación y apartaré la vista de aquellos lugares que no me atrevo a mirar de improviso. Avanzaré por el estrecho pasillo; la fricción de mis pasos sobre el piso con tierra roja encerada me recordará la infancia. No habrá nadie. Aguardaré en la otra sala, decidiendo cuál puerta abrir. Como siempre, iré hacia el fondo de la casa, ya que la cocina es donde la ausencia se hará inevitable.
Olvidaré activar la energía eléctrica y el agua potable. Saldré por la puerta lateral y la dejaré abierta para ventilar la casa. Cuando vaya al patio trasero, entre los visillos bordados de las ventanas de la galería, veré el parrón derrumbado bajo el cual se sentaba mi abuelo. Estando afuera avistaré los cerros, miraré el cielo recortado por la higuera y, junto a la sombra del resto de árboles frutales, divisaré otras viviendas al final del terreno sin cultivar. Luego entraré a la casa, escucharé apagarse el silbido del grifo, regaré las plantas que no se han marchitado por la luz que traspasa las carcomidas láminas transparentes del techo. Volveré al jardín de la entrada, rociaré los rosales y las demás flores. Las rosas se abotonarán, abrirán sus pétalos, se secarán en sus tallos y de nuevo habrá que podarlas antes del invierno. Enrollaré la manguera donde la maleza intentará brotar bajo un revestimiento de piedra molida, en el lugar donde jugaba con barro cuando era niño.
Antes de irme, apartaré la aldaba de alambre de la puerta de la cocina, observaré cómo se balancea y da leves toques en la madera. Entraré, levantaré la cortina de género de la puerta vidriada y luego la de la ventana. La penumbra desaparecerá con cada golpe de luz, revelando un espacio que apenas mantendrá los antiguos muebles y algunos cachureos esparcidos. Revisaré si hay telarañas bajo la mesa o en las viejas sillas de paja. La ventana ofrecerá por único paisaje los grises azulados de las planchas de zinc con que el vecino ha cercado su casa. En su vano aún se encontrará una antigua taza que mi abuela dejó allí como recipiente para la esponja y la virutilla de limpieza. Su esmalte estará craquelado, la luz provocará sombras que mostrarán las hendiduras en su superficie y una línea brillante resaltará los pequeños salientes de su oreja quebrada. En realidad, la taza será un tazón cuyos bordes dorados estarán borrados por el uso. A pesar de esto, se apreciará en su costado una decoración floral y la palabra “recuerdo” estampada con una tipografía gótica.
Recorreré las otras habitaciones, removeré el polvo que el viento arrastra y acumula. Tras la repartición de las cosas, tampoco estarán los retratos ni los adornos familiares. Los objetos cotidianos se guardaron en cajas o se botaron, y quienes quisieron se llevaron su parte, por lo que cada construcción material permanecerá aislada de su entorno y de su pasado. Después de asegurar las puertas, volveré a sentarme a la mesa frente a la taza en la ventana, esperando que el anochecer albergue aquellas visiones. No habrá platos ni cubiertos para colocar sobre el mantel de hule. La casa y su cocina, ahora sin nuestras formas ni sonidos, me ha vuelto extraño y lejano a su memoria. Aun así, conservaré sus imágenes repentinas y fugaces, donde ningún anhelo interrumpa la quietud de aquella contemplación.
Artista visual, Ceramista Universidad de Chile.