silencio
yo me uno al silencio
yo me he unido al silencio
y me dejo hacer
me dejo beber
me dejo decir
Alejandra Pizarnik
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Silencio amplificado. Cerámica de baja temperatura, pilares de mañío, mecanismos electrónicos y sistema de streaming (2024) |
El relato histórico plantea un antes y un después en el devenir del Arte con la irrupción del objeto mundano en el Ready-made; no solo como objeto de representación, sino que, con su propia materialidad como recurso artístico, donde es posible que el objeto real no sea distinto al objeto de arte como plantea Arthur Danto1. Primero como acto de desacralización de las Bellas Artes y luego como expresión de la subjetividad en la experiencia estética. Desde el urinario de Marcel Duchamp, las latas de sopa Campbell de Andy Warhol, la cama deshecha de Tracey Emin, hasta la tonelada de ropa empleada en la obra de Christian Boltanski, asistimos a aquello que Sergio Rojas teoriza como una auto–afección reflexiva en torno a la figura sujeto–autor2, complementando la idea de que en la obra de arte ocurre una “transferencia del artista al espectador por medio de la materia inerte”, que modifica, desplaza, las definiciones del acto creativo, como bien dice el propio Duchamp3. Así, la vida cotidiana, los objetos que remiten a ella, son resignificados para producir un nuevo pensamiento sobre su naturaleza utilitaria4, generando un develamiento de su íntima proximidad.
Sobre esto último reflexiona la obra titulada Silencio amplificado (2024), de la artista Cecilia Flores Aracena, cuyo trabajo, permanentemente, se ha basado en una distancia crítica sobre lo doméstico, sobre el despliegue de los objetos cerámicos en su condición de interioridad, en tanto son objetos a los cuales se les ha depositado un valor afectivo. Por ende, estos son vestigios de una personalización que contiene una inmanencia común y colectiva. La muestra se exhibe en una pequeña sala del antiguo edificio neoclásico del Museo de Arte Contemporáneo, ubicado en el Parque Forestal. Allí dispuso siete rígidos y severos pedestales de madera, los cuales tienen una cubierta oscilante para montar las siete vasijas silbadoras de agua de dos cuerpos que componen su
trabajo, de modo que, producto de un balanceo automatizado puedan emitir sus silbidos. En la cornisa de cada uno de estos soportes, de manera sutil, como simple destello, se encuentra una placa de bronce que lleva inscrito #maltratopsicológico, #maltratoinfantil, #violenciamachista, #violenciaintrafamiliar, #violenciadegénero, #femicidio y #niunamenos, respectivamente. Oculto en cada pedestal se encuentra un complejo sistema tecnológico integrado por motores que hacen girar cada una de las cubiertas, micrófonos que reproducen y amplifican lo que sucede dentro de la sala, parlantes que emiten grabaciones hogareñas distorsionadas, junto a dispositivos informáticos que activan el mecanismo de movimiento. Cuando este dispositivo registra y decodifica que en la plataforma X.com se ha hecho referencia a un suceso de violencia doméstica, por medio de los mismos hashtags signados en las placas, la vasija correspondiente es remecida por unos segundos como cuerpo frágil que resopla un zumbido agudo, alargado y vacilante, que contiene un enjambre que resuena como golpe, quiebre o quejido. Sumado a esto, instaló cámaras que permiten una transmisión vía streaming de lo que sucede en la sala durante el tiempo que la muestra está abierta al público.
Las piezas cerámicas las realizó a mano, utilizando las técnicas constructivas de las culturas prehispánicas. Los motivos de cada una de las vasijas corresponden a parejas de cosas que refieren a otra época, como si conectaran recuerdos de alguna infancia. La misma impresión da al observar
que sus escalas no son exactas a los objetos reales o que sus formas no son precisas, como si se tratara de transcribir dibujos infantiles que solo pueden representar lo familiar. En este trabajo cerámico, la artista no intenta demostrar un virtuosismo constructivo ni supone espectadores gozosos y satisfechos de sus estímulos visuales, sino más bien plantea la idea de una raíz atávica a la cual pertenecemos y al sentido ritual con el que se manifiesta, donde somos contenidos por los acontecimientos que se experimentan. Entendida la ritualidad como una afirmación simbólica que alude al significado existencial de las personas implicadas en su acción5, pues «cuando se realiza un ritual, [los individuos] no están sencillamente “diciendo algo” sobre sí mismos sino «haciendo algo» sobre el estado de su mundo»6, siguiendo el fundamento de un vínculo reflexivo entre la obra de arte y su contemplación.
La atmósfera vislumbra una intimidad fantasmagórica. Sobre cada pedestal pende un pequeño foco, por lo que, al entrar a esa pequeña sala del museo, producen la sensación de entrar de noche a una habitación apenas iluminada. Al acercarse a los pedestales, estos parecieran convertirse en veladores o mesitas de luz, desde donde emerge un ruido espeso y confuso que advierte de antiguas presencias, que hará que el silbido de las vasijas evoque una inquietante dulzura, una armoniosa extrañeza, como si de pronto nos enfrentáramos con desconcierto a la arraigada imagen que hacemos de nuestras vivencias. En esta exposición, Cecilia Flores no elabora un discurso ni una denuncia, no muestra biografías. Consciente de que el lenguaje tiene bordes, donde perviven formas y sentidos, se remite a manifestar el silencio contenido en los objetos familiares y la tradición que los conserva como testimonio sensitivo. Cuando las vasijas son remecidas, cuando el silbido ululante replica los mensajes de una diáspora digital y rizomática, reconocemos que, en algún lugar, en algún momento, ha ocurrido una violencia secreta ejercida por los afectos, acallada puertas adentro, arrinconada en una soledad angustiante, pues es el resultado de crueldades y cobardías, abusos y egoísmos, indolentes complicidades; desde el abandono al sometimiento, desde el desprecio a la mortificación, desde el insulto al crimen. Lo que se presenta es un espacio biográfico7 que interpela ser correspondido y habitado por quienes lo contemplan. De manera que, Silencio amplificado aproxima intersticios, ruinas memoriosas, subyace la cotidianidad en su monótona convivencia con aquello que nunca será dicho.
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