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Arraigue

El origen de la relación expresiva del hombre hacia la arcilla se estima que se inició con la idea de ser un puente entre cazadores y animales, como el caso de las pinturas rupestres a base de tierra; o el de almacenar fuentes de sustento cotidiano, como el caso de los cuencos o también el de invocar a los dioses mediante figurillas y ofrendas, haciendo eco de las costumbres y estilo de vida de pueblos antecesores; una larga lista que da cuenta de su relación fenomenológica con la vida misma. Y aún así su origen fue siempre el mismo: la tierra, el suelo: ”A menudo un alfarero principiante adelgazará una pieza justo en el punto que se quiebre y aprenderá que el cuenco está hecho de nada”1. En Arraigue, este material que se forja -poéticamente- con la nada misma, adopta formas insospechadas, caprichosas, extrañas y sorprendentes, con el fin de dar cuenta las distintas conexiones entre una disciplina con lo humano; por medio de una serie de procedimientos que -pueden o no- ser visibles, pero que alojan en cada una de sus piezas las intenciones y la vitalidad personal; pensadas en concebir, finalmente, un intercambio con el entorno; el otro. Entonces, es esta relación donde Arraigue agencia anhelos de lo personal hacia lo colectivo, una necesidad de correspondencia, deseo, pulsión inexplicable por conseguir la tan anhelada pertenencia a un espacio, emplazado inclusive al interior de nosotros mismos.

El deseo de Arraigue está representado desde distintas aristas. Una de ellas es desde el espacio de la tradición: Mikaella Belmar aborda la muerte, basándose en los entierros de culturas prehispánicas y la posibilidad de repensar la ritualidad. Por otro lado, Marta Salazar nos propone una mirada desde la reinterpretación de la tradicional cerámica griega: fuente plena de referencias fundacionales, concernientes al rol de lo femenino en sociedad y Fernanda Figueroa, quien apela al lenguaje de la pintura, tradición innegable en la historia del arte, y como ésta se desplaza en terreno cerámico gracias a las cualidades matéricas de la porcelana.

Desde otra arista, de intimidad, donde la humildad y sobriedad de los elementos que componen las propuestas, permiten una lectura a partir de aspectos elementales trascendidos por la sensorialidad de sus componentes y lo que éstos evocan desde lugares recónditos de la memoria. Fabián Iturra propone, bajo esta línea, una serie de blancas semiesferas sin cocer; modeladas, ahuecadas, bruñidas a mano y dispuestas en un frágil sistema de equilibrio donde todo y nada puede suceder: por otra parte, Claudio Muñoz, aborda su trabajo con gestos sutiles que apelan a un imaginario personal y sagrado, donde fósforos consumidos y luego emplazados dentro de una cajita de porcelana, se nos presentan sublimados por una contradictoria luz que se niega a desaparecer.

También, se presenta el terreno de lo doméstico representado por el trabajo de Catalina Flores, quien propone piezas nacaradas, e informes que parecieran derretirse sobre cajas, apelando al lenguaje decorativo de una casa y que -siendo piezas sin forma definida- se revelan de manera ominosa; Valentina Lamura, por su parte, plantea relaciones sensoriales entre piezas de porcelana y cómo éstas invaden el espacio doméstico más privado: el velador, lugar que opera como resumidero de las necesidades más íntimas de su usuario.

Por último, se plantea la relación con lo imposible. La idea fija de opuestos que no podrán conciliarse o en su defecto, la persistencia a habitar espacios ingobernables. El trabajo de Paula Boche dispone de piedras bajo el cobijo de tejidos elaborados en gres, donde la rigidez física de los materiales se contrapone a la calidez de las imágenes desplegadas. Juan José Salfate presenta piezas que evocan vestigios orgánicos humanos e industriales que sugieren confluirse en un organismo ficticio. Por último, el trabajo de Javiera Cortés, interviene un sector de la galería con representaciones de corales elaborados de arcilla sin cocer, dando cuenta de la inminente fragilidad de algunos procesos cerámicos previos al primer fuego y su insistencia de anexarse a un espacio inhóspito para albergar tal vulnerabilidad material.
Finalmente, Arraigue, es el ejercicio constante del artista cerámico: el detenimiento de hacerse preguntas en medio de tiempos veloces, conectarse y aferrarse a su propia necesidad: de interpelarse en lo esencial.

/// 1. Beittel Kennet, Clay as elemental wholeness, The ceramics reader, Edit. Bloomsbury p 14.

Sobre el autor

Cecilia Albertina Flores Aracena
Cecilia Albertina Flores Aracena

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